Origen de las Escuelas Normales Rurales
Las normales rurales se originan con las escuelas normales
regionales y las escuelas centrales agrícolas que se
construyeron a principios de los años veinte. Las normales
regionales debían formar maestros que en breve tiempo
estuvieran capacitados para enseñar a leer y a escribir, e
introducirían nuevas técnicas de agricultura.
Las centrales
agrícolas se formaron durante la administración de Plutarco
Elías Calles como un proyecto que, con moderna maquinaria
y una organización cooperativista, debía mejorar la
producción del agro mexicano.
A principios de los años
treinta, las dos instituciones se fusionaron y recibieron el
nombre de regionales campesinas. Las regionales tenían
un plan de estudios de cuatro años y estaban destinadas a
formar tanto a maestros rurales como a técnicos agrícolas.
Los estudiantes serían de origen campesino y la estructura
cooperativa haría posible una autosuficiencia que, se esperaba,
complementaría las necesidades de las comunidades
aladeñas11. En 1926, las regionales campesinas pasaron a ser
normales rurales, y para 1931 ya existían 16.
Tanto en su organización como en su pedagogía, las
normales rurales reflejaban las ideas del nuevo orden revolucionario.
El que algunas normales fueran establecidas en
antiguas haciendas les otorgaba un aire de justicia poética.
La imagen resulta sumamente significativa: las instituciones
que durante el porfiriato acaparaban las tierras de los
campesinos y explotaban su mano de obra, ahora serían el
lugar donde se formaría una nueva generación de maestros,
hijos de campesinos. Simbólicamente, se revertía el antiguo
orden social y la educación rural se establecía como una
prioridad para el nuevo gobierno. Diseñadas explícitamente
para hijos de campesinos, las normales rurales prometían
una oportunidad de escapar de la pobreza que caracterizaba
a la población del campo, a la vez que contribuirían al
desarrollo rural creando maestros adiestrados en las más
modernas técnicas agrícolas.
Las normales rurales serían una de las únicas vías por
las cuales los campesinos podrían ascender socialmente.
Para el gobierno, estas instituciones proveerían los misioneros
encargados de inculcar las nuevas prácticas de
corte cívico –honores a la bandera, reverencia a los héroes
nacionales y festejos patrios–, así como enseñar hábitos
de higiene e inculcar nuevos modelos de organización
doméstica, a la vez que terminaban con la superstición y
el alcoholismo. Serían los mismos campesinos, insistían los
arquitectos del nuevo sistema educativo, los más comprometidos
apóstoles. “No hay nadie que ame a la tierra con
más pasión que el campesino”, declaraba Rafael Ramírez.
La filosofía detrás de las normales rurales era emblemática
del nuevo orden revolucionario: terminar con la rigidez de
la estructura social porfirista e implementar los principios
de justicia social delineados en la Constitución de 1917,
mientras que se hacía del pueblo mexicano una sociedad
moderna.
Pero este esquema pronto dio lugar a varias contradicciones.
Por un lado, la efervescencia del nuevo orden revolucionario creó un ambiente propicio para la experimentación
con las más recientes teorías pedagógicas.
La
filosofía de John Dewey, por ejemplo, tuvo especial resonancia
en México, donde Moisés Sáenz, que estudio con él
en la Universidad de Columbia, se dedicó a propagar sus
ideas.
En 1923 la sep decretó que todas las escuelas debían
ser “escuelas de acción” conforme a la filosofía expuesta
por Dewey, en la que el niño aprende haciendo. En ningún
lugar parecía encajar mejor esta teoría que en la escuela
rural, donde el mismo campo abierto sería el salón ideal,
y la naturaleza proveería la base para construir una nueva
realidad. Dewey mismo, quien en 1926 impartió una serie
de conferencias en México, resaltó las posibilidades que
daba el momento en que se encontraba México.
“Creo
ocioso decir que ustedes, aquí en México –dijo en su primer
seminario– están pasando por una época tan crítica, que si
su sistema de escuela ha de estar en armonía con lo que
exige la vida social, debe perseguir un ideal de creación y
transformación social, más bien que la simple reproducción
del pasado”. El énfasis que ponía Dewey en la necesidad de
integrar a la escuelas con la comunidad, era otro elemento
natural de las escuelas rurales cuyos maestros serían no
sólo educadores, sino líderes sociales. “Ningún sistema
educativo en el mundo –observaría Dewey–, demuestra
mejor el espíritu de íntima unión entre actividades escolares
y aquellos de la comunidad”.
Sin embargo, siendo la educación el instrumento mediante
el cual el nuevo Estado se pretendía legitimar, dominaría
la lógica oficial y los intereses que allí se consolidaban.
A pesar de la celebración de la cultura indígena, el sistema
educativo tenía varios elementos positivistas. “Debes tener
mucho cuidado, a fin de que tus niños no solamente
aprendan el idioma castellano, sino que adquieran también
nuestras costumbres y formas de vida, que indudablemente
son superiores a las suyas. Es necesario que sepas que los
indios nos llaman ‘gente de razón’ no sólo porque hablamos
la lengua castellana, sino porque vestimos y comemos de
otro modo y llevamos una vida diversa a la suya”15, declaraba
Rafael Ramírez a los maestros rurales. No había duda, la
misión educativa debía ser un proyecto civilizatorio. Como
instituciones centrales a este proyecto, las normales rurales
vacilaban entre la tradición y la innovación. Sus estudiantes
eran inculcados con una tarea misionera y la aparentemente
infinita posibilidad de contribuir al bien social.
Excelente Trabajo.
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