viernes, 20 de noviembre de 2015

Origen de las Escuelas Normales Rurales





Origen de las Escuelas Normales Rurales 



Las normales rurales se originan con las escuelas normales regionales y las escuelas centrales agrícolas que se construyeron a principios de los años veinte. Las normales regionales debían formar maestros que en breve tiempo estuvieran capacitados para enseñar a leer y a escribir, e introducirían nuevas técnicas de agricultura. 

Las centrales agrícolas se formaron durante la administración de Plutarco Elías Calles como un proyecto que, con moderna maquinaria y una organización cooperativista, debía mejorar la producción del agro mexicano. 


A principios de los años treinta, las dos instituciones se fusionaron y recibieron el nombre de regionales campesinas. Las regionales tenían un plan de estudios de cuatro años y estaban destinadas a formar tanto a maestros rurales como a técnicos agrícolas. Los estudiantes serían de origen campesino y la estructura cooperativa haría posible una autosuficiencia que, se esperaba, complementaría las necesidades de las comunidades aladeñas11. En 1926, las regionales campesinas pasaron a ser normales rurales, y para 1931 ya existían 16. 

Tanto en su organización como en su pedagogía, las normales rurales reflejaban las ideas del nuevo orden revolucionario. El que algunas normales fueran establecidas en antiguas haciendas les otorgaba un aire de justicia poética. La imagen resulta sumamente significativa: las instituciones que durante el porfiriato acaparaban las tierras de los campesinos y explotaban su mano de obra, ahora serían el lugar donde se formaría una nueva generación de maestros, hijos de campesinos. Simbólicamente, se revertía el antiguo orden social y la educación rural se establecía como una prioridad para el nuevo gobierno. Diseñadas explícitamente para hijos de campesinos, las normales rurales prometían una oportunidad de escapar de la pobreza que caracterizaba a la población del campo, a la vez que contribuirían al desarrollo rural creando maestros adiestrados en las más modernas técnicas agrícolas. 



Las normales rurales serían una de las únicas vías por las cuales los campesinos podrían ascender socialmente. Para el gobierno, estas instituciones proveerían los misioneros encargados de inculcar las nuevas prácticas de corte cívico –honores a la bandera, reverencia a los héroes nacionales y festejos patrios–, así como enseñar hábitos de higiene e inculcar nuevos modelos de organización doméstica, a la vez que terminaban con la superstición y el alcoholismo. Serían los mismos campesinos, insistían los arquitectos del nuevo sistema educativo, los más comprometidos apóstoles. “No hay nadie que ame a la tierra con más pasión que el campesino”, declaraba Rafael Ramírez. 



La filosofía detrás de las normales rurales era emblemática del nuevo orden revolucionario: terminar con la rigidez de la estructura social porfirista e implementar los principios de justicia social delineados en la Constitución de 1917, mientras que se hacía del pueblo mexicano una sociedad moderna. Pero este esquema pronto dio lugar a varias contradicciones. Por un lado, la efervescencia del nuevo orden revolucionario creó un ambiente propicio para la experimentación con las más recientes teorías pedagógicas.

 La filosofía de John Dewey, por ejemplo, tuvo especial resonancia en México, donde Moisés Sáenz, que estudio con él en la Universidad de Columbia, se dedicó a propagar sus ideas. 


En 1923 la sep decretó que todas las escuelas debían ser “escuelas de acción” conforme a la filosofía expuesta por Dewey, en la que el niño aprende haciendo. En ningún lugar parecía encajar mejor esta teoría que en la escuela rural, donde el mismo campo abierto sería el salón ideal, y la naturaleza proveería la base para construir una nueva realidad. Dewey mismo, quien en 1926 impartió una serie de conferencias en México, resaltó las posibilidades que daba el momento en que se encontraba México. 

“Creo ocioso decir que ustedes, aquí en México –dijo en su primer seminario– están pasando por una época tan crítica, que si su sistema de escuela ha de estar en armonía con lo que exige la vida social, debe perseguir un ideal de creación y transformación social, más bien que la simple reproducción del pasado”. El énfasis que ponía Dewey en la necesidad de integrar a la escuelas con la comunidad, era otro elemento natural de las escuelas rurales cuyos maestros serían no sólo educadores, sino líderes sociales. “Ningún sistema educativo en el mundo –observaría Dewey–, demuestra mejor el espíritu de íntima unión entre actividades escolares y aquellos de la comunidad”. Sin embargo, siendo la educación el instrumento mediante el cual el nuevo Estado se pretendía legitimar, dominaría la lógica oficial y los intereses que allí se consolidaban. 



A pesar de la celebración de la cultura indígena, el sistema educativo tenía varios elementos positivistas. “Debes tener mucho cuidado, a fin de que tus niños no solamente aprendan el idioma castellano, sino que adquieran también nuestras costumbres y formas de vida, que indudablemente son superiores a las suyas. Es necesario que sepas que los indios nos llaman ‘gente de razón’ no sólo porque hablamos la lengua castellana, sino porque vestimos y comemos de otro modo y llevamos una vida diversa a la suya”15, declaraba Rafael Ramírez a los maestros rurales. No había duda, la misión educativa debía ser un proyecto civilizatorio. Como instituciones centrales a este proyecto, las normales rurales vacilaban entre la tradición y la innovación. Sus estudiantes eran inculcados con una tarea misionera y la aparentemente infinita posibilidad de contribuir al bien social. 














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